A Cuqui por siempre/
Blackbird singing in the dead of night

Los animales tenemos todo —y nada— en común.
A veces, los humanos queremos volar como un blackbird, un águila o como un Agapornis roseicollis, por qué no. El vuelo puede ser infinito aunque parezca breve, efímero, apenas circunstancial.
Un Agapornis roseicollis es un ave pequeña —quince centímetros máximo— cuyo vuelo parece, también, de poca monta.
Es un ave fiel.
En cautiverio, prefiere el alpiste y el arroz con corteza que de manera muy graciosa, separa y consume con avidez todo el día. Durante su periodo de reproducción puede ser agresiva, incluso embiste contra aves de mayor tamaño para defender sus crías. Monógamos y románticos por definición, los pájaros de esta especie posan como pareja y, en caso de fallecimiento o pérdida de uno de los dos, el otro nunca vuelve a reproducirse.

You were only waiting for this moment to arise

Cuqui llegó a mí por azar. Escapó de algún criador profesional –lo sé porque llevaba en una de sus paticas un anillo característico de este tipo de cría. Poco tiempo después lo perdió. Se coló en casa de unos vecinos, quienes sin saber qué hacer con el alocado animal, se lo entregaron a familiares míos. Con mucho trabajo, lograron mantenerla controlada dentro de la casa por una noche, antes de conseguirle una jaula y comida. Asustadiza, temerosa de todos, atacó con su pico afilado a quien osó tocarla. Pero aun así la pusieron en la jaula, tras recibir fuertes picotazos.

Pasaron los días y esta roseicollis no tuvo piedad con nadie. Escapó de su jaula en varias oportunidades y, cuando a la casa llegaba algún perro descuidado y acercaba su hocico curioso a la jaula de Cuqui, recibía su regalito doloroso.

Mis familiares tuvieron que viajar y hablaron con mi esposa para que le cuidara el delicado animal. Me negué al comienzo, no quería esa fiera en mi casa por dos semanas, pero terminé aceptando: nuestra niña pequeña quería tener una mascota a como diera a lugar, aunque fuera por un periodo corto de tiempo. Asumí entonces la tarea de alimentarla y echarle el agua. Los primeros días fueron los más difíciles por los ataques de Cuqui, pero ideé un método compuesto por hablarle dulcemente, chiflarle y ponerle música de The Beatles.

Take these sunken eyes and learn to see

Así la roseicollis fue aprendiendo, cada día su ferocidad se disipaba, hasta que dejó de atacarme y comenzó a repetir mis chiflidos y a mirar mi rostro de manera dulce. Al menos esa es mi percepción.
No sé porque la llamé Cuquito, nombre que después cambiaría por Cuquita o simplemente Cuqui.

Un día por un descuido mío salió de la jaula. Pensé que escaparía, pero estaba errado: para sorpresa de todos, el pequeño animal en vez de salir volando y escapar, se posó junto a mí, me miró y chifló; acto seguido caminó suavemente hacia mis pies pidiendo su arroz con corteza. Me acerqué con temor pero con mano firme, agarrando un grano de arroz. Puse mis dedos desde frente a su pico y ella con la mayor naturalidad y suavidad lo tomó y se lo comió graciosa, luego silbó pidiendo más. Esa operación la repetí por los días restantes de la estancia de mis familiares en provincia. Cada vez se acercaba el momento de devolver la pajarita.
La tristeza me invadió, comenté varias veces que la extrañaría y la noche antes de su entrega no comí. Me sentía francamente deprimido.

La hora aciaga llegó, intentamos convencerlos de que no se la llevaran y, al menos, la dejasen unos días más. Ante la negativa de los dueños, la desesperación me hizo intentar lo inaudito: le abrí la jaula.
Cuqui no voló.
Solo caminó hacia mí, me miró con cariño, y me chifló pidiendo su comida. Al verla así, mis parientes tuvieron que rendirse y dejármela por siempre.

You were only waiting for this moment to be free

Desde ese momento Cuqui se convirtió en nuestra amada mascota. Fue tomando confianza, y yo la soltaba casi a diario. Ella caminaba libremente por la casa y jugaba con nosotros. Cuando se cansaba, solita entraba a su espacio.

Aunque pensamos que era macho, pronto empezó a poner huevos. Llegó a tener por temporada más de cuarenta, y los empollaba —yo diría que orgullosa— en un pote plástico de crema.

Meses después me prestaron una parejita joven en otra jaula. Fue mi oportunidad de comprobar si Cuqui podía socializar. Qué va, Cuqui atacó sin piedad a ambos; tuve que meter mi mano y sacarlos a salvo.
A mí, en cambio, nunca me picó. Pero mi esperanza de buscarle compañía se hizo pedazos.
Con el tiempo mi comunicación con ella se intensificó: una combinación de chiflidos de diferentes tonalidades detallaban si quería llamarme y jugar, si tenía hambre o había derramado su agua… Hasta lanzaba besitos cuando intentaba demostrar su cariño.

Todos los días me despertaba a la misma hora con sus chiflidos para que le diera su comida. Cuqui fácilmente lograba transformar los días tristes en una fiesta; siempre quería jugar, dar cariño, ganarse nuestra atención. Muchos vecinos nos visitaban solo para ver las cosas que hacía y preguntaban por ella cuando me veían por la calle.
***
Pasaron varios años, no todos los que yo hubiera querido. Cada día amaba más a Cuqui, quien avisaba cuando tocaban a la puerta o venía alguien a casa. Siempre la cuidé. Si viajábamos siempre la dejaba a buen recaudo.
Una temporada me quedé solo en el hogar. Entretanto, mi mascota dejó de silbar, se mostraba demasiado tranquila o inquieta a ratos. Sus chillidos para pedir comida, se escuchaban todo el tiempo. Un día amaneció enferma, no tenía fuerzas para trepar, intenté darle comida con mi mano pero no la aceptaba. Preocupado, fui a trabajar. A mi regreso, milagrosamente se había recuperado. O eso pensé yo.

Dos semanas después… el día del equinoccio de verano me despertó un extraño silencio. Con rapidez fui a la jaula. Cuqui yacía en un rincón de la jaula. Hice chiflidos, señas, pero de nada sirvieron. Ella estaba muerta y de esa manera, una parte de mí también moría. Todo mi amor hacia una mascota se fue con ella.

La puse en su pote y la tapé con el pulóver que resguardaba su jaula en las noches frías. Me despedí con dolor y en silencio, aunque en mi cabeza no paraba la melodía de una canción de The Beatles. Una canción nuestra.
Nunca supe la edad de Cuqui porque llegó a mí adulta. Quiero creer que murió de viejita, o de un infarto mientras dormía. Era tan buena que —pienso— me avisó quince días antes para que fuera preparándome.

Uno puede llegar a querer inmensamente a un ser tan pequeño, por ello la razón de estas líneas. Su partida la sentí como una pérdida que no creo poder olvidar. Después de ella, no querré mascota alguna. Pero animo a todos aquellos que puedan adoptar algún Agapornis roseicollis, a hacerlo, y tendrán compañía fiel para siempre.
Las alas pequeñas a veces emprenden vuelos inmensos.
Hasta la eternidad.

Blackbird fly into the light of a dark black night

*Contiene fragmentos de la canción Blackbird, compuesta por Paul McCartney e incluida en el Álbum Blanco de The Beatles.