“Me arrepentí, pero volví, volví al mismo lugar y al mismo amanecer y el malecón desnudo me hizo regalarte un verso, una canción de nuevo;  yo sé dónde encontrar las penas de una isla llena de almas y calles desiertas” (Siete días: Kelvis Ochoa y Descemer Bueno)

El malecón es uno de esos sitios que nos devuelve una imagen casi exacta de lo que somos. Foto: cubahora.cu

Los espacios comunes son el espejo de una sociedad. El malecón es uno de esos sitios que nos devuelve, sin aumento y con bastante claridad, una imagen casi exacta de lo que somos. En “el sofá de La Habana” se reúne todo tipo de gente y cada quien, inevitablemente, deja un rastro de su historia personal.

“El sofá de La Habana”; así fue calificado en una ocasión. Foto: Infomed

Las primeras luces de la mañana anuncian el descanso. El muro queda casi vacio. Casi, porque siempre hay alguien que necesita ese asiento, la vista al infinito, el ruido de las olas cuando golpean las piedras o la quietud de un mar, que por momentos, parece cansado de ser testigo de tantos sueños, desilusiones y esperanzas.

Con la puesta del sol comienza la vida: el muro queda, lentamente, sin espacios vacíos. Llega gente de todas partes y de todas las edades porque allí la entrada es libre, el cover es cero y cualquier prenda de vestir es apropiada.

Sentarse en el malecón es un placer que los cubanos descubrimos desde pequeños. Pero caminar por la acera, mirar a la gente desde “lo más afuera” que se pueda, es de las experiencias más enriquecedoras que existen; porque tarde o temprano uno entiende que no es un electrón aislado, que forma parte de algo más grande que se llama sociedad y entonces, comienza a buscarse y a identificarse dentro de ese gran grupo.

Sentarse en el malecón es un placer que los cubanos descubrimos desde pequeños. Foto: radiorebelde.cu

Dicen quienes han aprendido a observar desde la distancia y llevan muchos años haciéndolo, que en otro tiempo la imagen era más esperanzadora: que antes los niños menores de 13 años iban allí acompañados de sus padres, que las niñas vestían ropas apropiada para su edad, que el cigarro y la bebida era cosa de gente mayores, que los enamorados no regalaban al mundo su intimidad y que había guitarras en cada esquina.

Las melodías más románticas del son las disfrutan los extranjeros. Foto: cubadebate.cu

De más está decir que los tiempos han cambiado. Las bocinas y los audífonos ocuparon el lugar de las guitarras. Las melodías más románticas del son las disfrutan los extranjeros, porque los cubanos no pueden pagarla o no les interesa escucharlas. Las flores naturales pierden la batalla con las artificiales y de vez en vez, alguien va por los diferentes grupos ofreciendo una botella de vino a quien quiera comprarla.

Lo bueno es que el malecón sigue ahí, como el clásico lugar de reunión, de diversión, de relajación y de desahogo; así que siempre hay una oportunidad para mirarnos desde lejos y saber que es, lo que como sociedad, hay que perfeccionar si es que a alguien no le queda claro todavía.