Alguien dijo que quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Foto: radiociudadhabana.icrt.cu

En Camagüey se conserva la casa del mayor Ignacio Agramante, al igual que en Granma sobrevive a las huellas del tiempo la finca La Damajagua, de Carlos Manuel De Céspedes.

Eso no es extraño. En Cuba se preservan los altares de la historia para rendir tributo a los héroes, pero también, para que sirvan de recordatorio a quienes se empeñen en olvidar que las tierras de este archipiélago también están bañadas de sangre, de esfuerzo y de mucho sacrificio.

En casi todos los libros, cuando se narra el inicio de las gestas por la independencia y se hace alusión al año 1868 y a los héroes de la Guerra de los Diez Años, se refleja una idea común –muy cierta- y es el altruismo de aquellos hombres, hacendados en su mayoría, ricos, quienes se desprendieron de todos los bienes materiales para abrazar una causa que trascendía lo individual y que los convirtió en mártires.

El profesor Oscar Loyola, en el libro “Historia de Cuba 1492-1898 Formación y Liberación de la Nación”, afirmaba que “(…) los terratenientes regionales no vinculados de manera directa con el régimen de plantación esclavista, echaron sobre sus hombros la enorme tarea histórica de liberar a la Isla (…)”. Está en los libros, se exploica en todas las enseñanzas, los alumnos, año tras años, escuchan o leen sobre ello, pero no aprenden o lo que es lo mismo, no sienten.

A pocos les parece un acto extraordinario que los ricos se unieran a los pobres en un campo de batalla para ganar la independencia. Pocos son los que comprenden la grandeza de Céspedes –elegido posteriormente el Primer Presidente de la República en Armas- al dar la libertad a sus esclavos.

En las aulas se repite como si fuera un coro aquella hazaña inmortal del Padre de la Patria cuando dijo que Oscar no era su único hijo, que él era el padre de todos los cubanos. Y un acto de esa magnitud, el mayor sacrificio que puede hacer un padre, pareciera que se pierde en el eco de cuatro paredes cuando un profesor, sin las ganas y la preparación necesaria, es incapaz de transmitir lo que algo así representó para la historia y representa para la conciencia colectiva.

Algunas escuelas adolecen de educadores capaces de lograr que los estudiantes asimilen en toda su complejidad aquellas palabras plasmadas en el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba aquel año históricos en que empezamos a construir nuestro destino:

“(…) Nadie ignora que España gobierna a la Isla de Cuba con un brazo de hierro ensangrentado (…) Cuando un pueblo llega al extremo de la degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio. El ejemplo de las más grandes naciones autoriza ese último recurso. La isla de Cuba no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe más que sufrir (…)”.

Y ese himno de combate que compuso el abogado Perucho Figueredo, “nuestra Marsellesa”, una melodía concebida para encumbrar los sentimientos nacionalistas y para convocar a la lucha, a veces se entona con tan poca fuerza que quien la escucha siente pena, sobre todo si recuerda que montado en su caballo escribió Figueredo esas estrofas inmortales.

Una parte de la generación que hoy se forma persigue a los grandes hombres de otras tierras, buscan referentes en otros contextos, quizás porque nadie les enseñó –al menos no como se debía-  que en Cuba también hubo y hay hombres a quien imitar y hazañas que asombran al mundo.

Que los bayameses quemaron su ciudad para que no cayera en manos españolas, que las madres llevaba a sus hijos en brazos y junto a los ancianos se internaran en los montes sin más pertenencias que lo que estaban usando y esa tan vilipendiada dignidad, de la que hoy muchos se burlan, es solo un ejemplo de las acciones que nos debieran enorgullecer.

Octubre es un mes de grandes acontecimientos para el archipiélago. Sin el décimo mes no hubiese habido un 26 y tal vez el camino recorrido hasta aquí se contara de otra forma. Sin embargo, esa etapa de la historia o más bien dicho, toda la historia de Cuba a veces no se enseña como es debido. Algunos alumnos no solo se muestran indiferentes, sino que son incapaces de responder las preguntas más básicas y las pruebas de Ingreso para acceder a la enseñanza superior lo han demostrado.

Alguien dijo que quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Nosotros mismos no podemos condenarnos porque fue muy dura la conquista de la independencia. Más bien debiéramos “pedir perdón a los muertos de nuestra felicidad” por tanto oprobio.

Es momento de rescatar a los maestros de verdad, a los educadores, a los de vocación para que al menos –en caso de que no pudieran inspirar el nacionalismo en sus pupilos- los salven de vivir en la zona de confort que ofrece la ignorancia.