Dicen quienes los conocieron que los años se les reflejaban en las manos. Foto: lasdoscastillas.net

Dicen quienes los conocieron que los años se les reflejaban en las manos. Quizás, eran manos de dedos engarrotados, de piel tan blanca y tan fina, que las venas se podían tocar con la vista. También dicen que ella conservó sus uñas largas y que él presumía de la blancura de las suyas. Seguramente eran cuatro manos únicas, porque la gente identificaba en ellas el paso del tiempo, más que en las canas y arrugas de dos cuerpos octogenarios.

Vivian en una casa colonial que envejeció más rápido que ellos. El techo de madera, con un puntal demasiado alto, cedía pequeños espacios a algunos rayos de sol y a algunas gotas de agua. En las paredes del patio había comenzado a aparecer cierto color verde y los gigantescos cuartos, poco a poco iban quedando vacíos porque a ellos no les gustaba almacenar adornos inútiles. Todo lo regalaron, hasta quedarse con lo indispensable. Además, eso hacía más fácil la limpieza.

Nadie vio nunca en la residencia matrimonial una tela de araña al alcance de una escoba, algún roedor de esos tan comunes en aquellos lugares donde falta la higiene o una sombra de polvo en los escasos adornos que quedaban. Ella trabajó desde los 12 años como sirvienta antes del triunfo de la Revolución, y él fue un hombre pobre que hacía de todo un poco. La gente sin nada, casi nunca soporta vivir entre la suciedad.

No tenían altares u objetos de culto religioso, pero veneraban un álbum de fotos en blanco y negro que recogía instantes de la historia de sus vidas, sobre todo, del tiempo que vivieron juntos.

Allí estaban guardados retratos de los padres de ambos, de hermanos, de sobrinos, de la boda civil que los unió por más de 40 años y, lo más preciado para ellos: imágenes de la única hija que engendraron y que vieron por última vez en el año 1980, año en que despidieron a todos los suyos y supieron que morirían solos en la tierra donde decidieron permanecer.

Dicen que los primeros telegramas tardaron casi diez años en llegar, al igual que las primeras llamadas. Que en ese periodo a los dos se les empañaron los ojos, pero nadie los oyó nunca quejarse y siempre tenían una repuesta amable para los curiosos que les martillaban el alma con la peor pregunta que se le puede hacer a unos padres en esas circunstancias: ¿qué han sabido de la niña?

Poco a poco fueron recibiendo fotos y remesas desde el exterior. Pero también, poco a poco, entraban en el ocaso de la vida y, quienes ven llegar la puesta del sol no necesitan demasiado para vivir, se contentan con la tranquilidad y se alegran con ínfimos detalles, que por ínfimos, casi nunca obtienen.

Una vecina narró la historia que todos conocían en voz alta, no por maldad, sino porque las funerarias se presentan casi siempre como escenario ideal para ese tipo de anécdotas. Contó que solo ocurrió una vez y que una única respuesta fue necesaria para acabar con la ilusión y las esperanzas de dos.

-¿Por qué no vienes a Cuba?- le preguntó su madre mientras hablaban por teléfono; -Porque no quiero verlos tan viejos-…

La historia concluyó casi en ese instante. Y, a los pocos segundos el silencio de lo absurdo, de lo increíble, se apoderó de todo. En esas circunstancias no era difícil imaginar a una señora, recibiendo de su única hija las palabras que nadie espera.

Las horas siguientes transcurrieron rápido entre acalorados improperios destinados a la hija que se fue, y a la que nadie ha vuelto a ver. A seis meses de la partida del padre, los vecinos –diciendo adiós a la madre- despidieron a las personas más perfectas de la cuadra, a los padres de muchos y a los abuelos de todos.

Y, aunque el tiempo sigue pasando y la casa colonial, lentamente se derrumba, los más viejos de la vecindad aún esperan el milagro; porque la gente no soporta vivir sin entender. Algunos creen que la hija inventó esa excusa para no contarles la verdad, que estaba mal, que no podía volver, otros suponen pretextos más novelescos…La verdadera historia es posible que no se sepa nunca, pero hasta ahora nadie encuentra una disculpa para romperle el corazón a alguien así.

“Desde que me enteré de eso, dejé de festejar las partidas; y eso que, como todos los cubanos, estoy condenado a vivir entre los que se van y los que se quedan”, comenta un vecino de los que ha oído esa historia contada por sus padres y sus abuelos, de los que recibe remesas del exterior, de los que creen que por los padres y por los hijos no hay sacrificio suficiente.