Hace apenas unos días, y a instancias del gobierno que encabeza el primer ministro ultraconservador Benjamín Netanyahu, el parlamento de Israel aprobó la titulada  Ley de Estado-Nación que se venía cocinando entre los medios sionistas desde hace al menos cuatro años.

Un legajo por el cual Israel suma a su geografía de manera oficial los territorios palestinos ocupados, consolida la llamada supremacía judía sobre la población árabe, e instituye e Jerusalén o Al Quds, como la capital del país.

Se trata de un franco documento racista, excluyente, y xenófobo que intenta conculcar definitivamente los ya escasos y pisoteados “derechos” de la población árabe de Palestina, a la vez que sienta las pretendidas bases institucionales para intentar hacer irreversible el despojo territorial cometido contra ese pueblo.

Instante propicio

Desde luego, quien aprecie esta nueva ley racista como una neta iniciativa sionista, solo atiende a una parte de la realidad. En el fondo, el proyecto de despojo total ha encontrado por estos días un clima propicio para rodar por las calles.

Y se trata sin dudas del extremo apoyo manifestado por el gobierno del presidente Donald Trump al régimen de Tel Aviv, el más trascendente socio global de la extrema derecha norteamericana.

Trump no solo reconoció a Jerusalén como la capital sionista, sino que movió su embajada a esa urbe, a la vez que presiona a los palestinos a llegar a acuerdos onerosos con Israel.

Siendo así, Benjamín Netanyaju ha tenido puertas abiertas para lanzar su ley de Estado-Nación y pretender imponerla a como de lugar, incluso contra la voluntad del resto del mundo.