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“No puede votar sobre la Constitución, quien no sepa leer en ella”, escribía Martí en el diario mexicano El Partido Liberal. Aquel visionario exergo martiano, de abril de 1892, esbozó la vocación democrática de la Patria que trataba de nacer a sangre y fuego. Era un país que crecía, fertilizado con sangre, a contrapelo de la maldición colonial.

La intervención militar, Estrada Palma y todo lo que sucedió después, parieron una República contrahecha y disfrazada en la Constitución de 1901.

Después, la Carta Magna del 40 significó un paso adelante que fue letra muerta por la inequidad, la corrupción y la represión política. Todo cambió con la avalancha avasalladora del Primero de Enero, pero hubo que esperar hasta 1976 para institucionalizar a la nueva sociedad.

Mirar adelante

Discutir la nueva Constitución no puede ser un acto formal, sino el ejercicio consciente de un deber cívico que trasciende nuestro tiempo para determinar el devenir de la nación. Cada opinión, cada sugerencia, cada propuesta de modificación, tiene que ser el fruto de un elaborado juicio, ahora que somos constituyentes todos, incluso los que están lejos.

La inteligencia colectiva, esa que más se acerca a la infalibilidad, es protagonista de un inédito proceso de consulta constitucional. Y en ese debate hay que hilar fino, porque el destino de la nación está otra vez en juego, como ha sido casi siempre en estos 150 años de luchas por la independencia.

Como pedía Martí, hay que saber leer nuestra nueva Carta Magna y sobre todo entender que desde ahora estamos haciendo el futuro entre todos.