Está claro que el país que no tenga una infraestructura que garantice la calidad, no puede ser competitivo en el mundo contemporáneo.

Y cuando se habla de calidad se refiere a un proceso que trasciende la exquisitez en la producción final, pues va mucho más allá, va a regular las normas de toda la cadena productiva, incluidos desde los procedimientos hasta el pesaje.

Desde que el Che, en 1960, creó el Departamento de Normas Técnicas en el Ministerio de Industrias, el país tomó conciencia de la importancia de ese trabajo de control.

Es una verdad como un templo que la calidad es responsabilidad del productor, que tiene que garantizarla ante el mercado, un hecho que cobra vigencia hoy, cuando desde hace casi una década vivimos inmersos en un profundo proceso de actualización del modelo económico.

 En la vida cotidiana

Hay una tendencia a asociar el trabajo de normalización con la fiscalización a las pesas adulteradas o mal calibradas en los agromercados.

En realidad, esa labor va mucho más lejos pues alcanza a casi todos los aspectos de la vida cotidiana, es decir, los transversaliza.

Piense solo en alguna violación de las normas de inocuidad de los alimentos, o en saltarse un paso en la producción de acero, o en ponerle menos cemento a una pared, o en utilizar un esfigmo mal calibrado, o elaborar un medicamento con una materia prima de baja calidad.

Todo eso forma parte del universo regulatorio que enfrentan las autoridades desde entidades especializadas e independientes de las empresas, un trabajo imprescindible en el camino de llegar a la deseada calidad de las producciones y los servicios.

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