Había una vez un líder presidente comandante llamado Hugo Rafael Chávez Frías, que decidió abandonar los nombres y nombramientos largos para mudarse al País de La Siempreviva, donde se hallan los niños que solamente hacen preguntas de “por qué” y NO miran a los zapatos de las gentes para elegir a sus amigos.

Quería que lo llamaran simplemente Chávez, como quien dice chavo, chama, chico, Che… porque había aprendido que el cholo en la tierra del oro tiene que defenderse del gachupín chupasangre, y nos enseñó a desobedecer a los reyes de la soberbia y a despreciar a los cazadores que se creen soberanos del universo porque exterminan elefantes.

En aquel país sin fronteras hacia donde fue, en aquella nación mucho más grande que el planeta tierra, Chávez estrena cada día una sonrisa nueva.

Maestro de pequeños y de grandes

Chávez no fue solo el más grande amigo que ha tenido Cuba, sino también el mejor alumno de Fidel. Su lúcida inteligencia se manifestó en la rapidez con que cambió la boina de soldado por la corbata de estadista sin abandonar su compostura, y en la elocuencia que ganó persiguiendo la palabra libresca en la prosa poética de Simón Bolívar, en los ensayos y discursos del poeta José Martí, y en el cancionero popular del llano de su patria.

La última canción la interpretó bajo la lluvia para que su voz y su mensaje fluyeran entre todas las raíces, y luego ordenó a un ejército de millones y millones de amigables hormigas para que esparcieran por el mundo los pedacitos de su sangre, para que cada ser humano lo pudiera llevar en el bolsillo de la camisa, sobre el corazón.

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