Desde una plaza caraqueña, de pie frente a la estatua de Simón Bolívar, José Martí nos envió este mensaje para siempre: “todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar y a todos los que pelearon como él porque la América fuese del hombre americano…”

Es por eso que amamos a Ernesto Guevara como a un padre, con un afecto que la admiración y la gratitud animan en nosotros. A pesar de no tener a Martí entre los modelos con que crecemos los cubanos, el Che se convirtió al credo del Héroe Nacional como a entrañable religión.

Después de andar por el continente estrechando con gozo toda mano callosa igual que aquel peregrino luminoso, vino a renacer en Santa Clara para caer más tarde al pie de la higuera boliviana. Se había transformado en otro hijo predilecto de América.

Por la familia humana

José Martí asumió en la adolescencia el ejemplo de Céspedes, que se proclamó padre de todos los cubanos cuando los españoles intentaron domarle la rebeldía con el anuncio de que le iban a fusilar a un hijo.

El propio Martí advirtió después: ¿Vivir impuro? ¡no vivas, hijo!, y reiteró que prefería ver al hijo muerto antes que envilecido. Con esa energía moral Ernesto Guevara ejercía su paternidad, porque la sabiduría del amor está en la rectitud y la exigencia.

Cuando abandonó generoso la casa familiar, nada material dejó a sus hijos, confiando en que la Revolución les daría suficiente para vivir. Ni egoísmo, ni mezquindad, ni vanagloria había en ese hombre que nos empequeñece desde su estatura, y por cuyo ejemplo aspiramos cada día a que los niños que amamos quieran ser como el Che.