Los coterráneos de Carlos Manuel de Céspedes le confiaron a un joven estudiante de leyes la campana de La Demajagua, para que la hiciera tañer de nuevo contra la demagogia y la corrupción de los politiqueros.

Aquel joven, abogado ya, encabezó la Marcha de Antorchas y el asalto armado que no dejarían morir al Apóstol en el año de su centenario.

Solamente a Fidel Castro podía confiársele la reanudación de la lucha por el saneamiento de la vida pública cubana, porque ninguno como él poseía la capacidad organizativa, las dotes de mando, el imperturbable optimismo y la visionaria inteligencia para cambiar todo lo que debía ser cambiado en Cuba.

Ninguno como el parecía elegido y predestinado para fundar una nación digna de sí y de su pasado de combates por la independencia. Ningún otro para estremecer los muros del Moncada y los cimientos de la tiranía.

Siempre en 26, siempre será Fidel

Él era el líder al que seguirían hombres como Abel y Frank. Era el guía en quien confiaron Camilo, Almeida y el Che. Fue el conductor en quien depositaron sus esperanzas y su hambre de justicia millones de cubanos.

Fue quien capitaneó la nave de la isla frente a todas las crisis, desde aquella que puso la nación al borde del hundimiento en las aguas del Caribe, como las que nos libró de peligros ante huracanes y bloqueos.

Él previó, con décadas de antelación, las transformaciones en el mapa geopolítico del planeta y concibió las estrategias de nuestra resistencia.

Él nos instruyó en el sentido de que patria es humanidad, de que se dicen todos los derechos cuando se dice hombre, y nos alertó sobre los peligros que pueden destruirnos. Él reabrió para Cuba las puertas de la historia la madrugada del 26 de julio.