Era tan joven, que apenas atesoraba recuerdos, ni lo agobiaban nostalgias, ni lo contenía el miedo.
Vivía esa edad heroica en que no amedrentan riesgos y solo importa el futuro en su constante renuevo.
Buscaba un sitio en el mundo ajustado a sus derechos, como lo hicieron un día sus padres y sus abuelos.
Llegaban aciclonados tiempos de cambiar los tiempos para que la vida fuera no un tránsito, sino un premio, y no vaciló en erguirse, primero entre los primeros, en asaltar las murallas para conquistar su sueño.
Ante el altar de la Patria ofrendó arterias y nervios.
Hoy vivimos de su muerte, su vida es nuestro sustento. Dime, ¿acaso somos dignos de su sangre y de su ejemplo?